lunes, 17 de agosto de 2009

De vacaciones en el mundo real


Estación Primera Junta
(Por Cristian O. Arone para Wikipedia)

La semana pasada, el transformador de mi notebook dijo "basta". Tras un año de trabajar, como mínimo, doce horas diarias, el pobre aparato resolvió hacer paro por tiempo indeterminado. Lo sacudí, lo dejé caer desde mi metro ochenta y uno de altura, pero no hubo caso.

Asi que llevé la máquina al service, a una cuadra de la estación Emilio Mitre del subte E. Cuando salí del local, resolví caminar hasta Primera Junta: la entrada de la E en Parque Chacabuco se veía amenazante, un prolegómeno al vacío y al silencio de la línea violeta. Yo quería conocer un poco más Caballito, ver a las Brujas y conocer el taller Polvorín, por lo menos desde la vereda. Al pasar por su puerta, interrumpió mi paso la zorra Federica, que remolcaba uno de los coches de la Asociación de Amigos del Tranvía. Me enteré más tarde que lo estaban por subir a un camión: era requerido en Luján para el rodaje de una película. En las naves del enorme galpón que construyera la Anglo para albergar los trenes de su tranvía subterráneo, las legendarias Brujas, estaban los coches del subte esperando reparaciones. Cuidadosamente alineados, limpios todos, salvo una pobre dupla Siemens que llevaba años ahi tras abandonar la línea C.

Después de caminar unos minutos más, me topé con la rampa en Rivadavia. Primera Junta estaba cerca. Ya se veían los azulejos bordeaux, y pronto sentí el olor del lapacho quemado de los frenos de los coches de la línea A, que me daba la bienvenida en mi regreso al mundo analógico. Hacía poco que habia dejado mi notebook en el taller; a riesgo de ser políticamente incorrecto, debo confesar que sentí un placer secreto al dejarla allí. Se terminaba casi un año de pasar mis tardes en la cama, inmóvil frente al LCD, la droga de este siglo. Estaba de vuelta en el mundo, sin querer volver a casa, con ganas de explorarlo todo sin usar una pantalla o un teclado.

Di varias vueltas por las escaleras de la estación. Quería sacarle fotos a un tren estacionado en la via 3, pero me confundi y terminé en la dos. Asi que a subir, y a aprovechar para espiar tras los tablones la nueva salida hacia Rojas. Cuando pisé el andén a Plaza Mayo, el tren aceleró y se metió en las fosas que están en medio del túnel. Pero bueno, todavía me quedaba el viaje hasta Lima. Llegó el tren y me acomodé en la salita de adelante, con la espalda retorcida para poder mirar el túnel. A medida que avanzaba hacia el Centro, la formación se llenaba. La salita es el lugar más codiciado de la formación, asi que me invadieron chicos y grandes en mi pasatiempo de observar los paratrenes y escuchar el traqueteo de la palanca aceleradora., matizado con la ocasional puteada del motorman si llegamos a enganchar una antena. Con el lapacho se mezclaron perfumes de toda índole, algunos francamente repugnantes. Pero mi bolso estaba vacío: la computadora se había quedado allá.

Después de una hora en tren, llegué a casa. No tener la notebook ya no parecía un plan tan estimulante: el síndrome de abstinencia empezaba a trepar por mi pierna izquierda, hasta que la desesperación hizo que me tirara sobre la máquina del estudio. Pero esta hay que compartirla, y con eso vienen los gritos y el egoísmo desbocado, que sabe que tras de sí vienen el aburrimiento y el insomnio. Y estoy solo en mi habitación, pero ahi están mis discos y mis libros. Abro "Amuleto", de Roberto Bolaño, que tengo en mi mesa de luz desde principios de marzo esperando ser terminado. Retomo la lectura y no entiendo nada. No porque no me acuerde, sino porque las palabras se evaporan apenas tocan mi mente. Escucho en los recovecos de las letras melodías que crujen al paso de mis ojos y estoy hipnotizado. Si me preguntan, no sé que lei, pero tengo la certeza de que algo escuché, una música secreta enunciada por miles de voces que viven en las páginas del libro y que no me dejan dormir. Mi cabeza es una plaza y todo el mundo grita: la literatura hace que mi cabeza grite hacia adentro y que los sonidos retumben. Leer siempre fue una maravillosa experiencia auditiva para mi, casi alucinógena.

La computadora no está. Recién el miércoles tendré noticias de si hicieron la reparación que necesita. Menos mal que mi tio me da el dinero para pagarla, porque si no la pobre hubiese dormido en un cajón durante meses. ¡Momento! Está la televisión. Siempre estuvo, pero la notebook la confinó a proveer ruido de fondo mientras ella se encargaba de mostrar el espectáculo del mundo digital, que no tiene frituras ni zumbidos magnéticos, en donde siempre es de dia y hay sol y nunca hace frío. En el mundo digital el pasado es algo ilusorio, más aún que en el mundo real. Es el reino del presente permanente, oxímoron sobre el que se asienta la posmodernidad. Pero la tele anda y vuelven a brillar Marlene Dietrich, Mirtha Legrand, los Simpsons y Katherine Hepburn haciendo de Violet Venable en Suddenly last summer. Y Sartre, que no se cansa de hablar y de fumar en el canal Encuentro. Y allí voy yo maravillado, de la mano de una amiga que hacía meses que no veía: la concentración.

El jueves vuelve la notebook. Tendré que ir con el bolso vacío hasta Emilio Mitre, que es igual a Medalla Milagrosa y Varela, y era parecida a Plaza de los Virreyes hasta que la pintaron de azul oscuro. Volveré con el bolso ocupado por la máquina, que a través de la correa del morral me guia con su mano en mi hombro. Y volveré a Polvorín, a Primera Junta y a los Brugeoise, prometiéndome a mí mismo que defenderé Madrid del mundo digital y que no me olvidaré de todos los analógicos que visité en estos días. Sé, también, que tarde o temprano volveré a caer. Tendré que hablar con mi terapeuta para que me enseñe a llevar una relación adulta con mi notebook.