Cuando mis abuelos eran jóvenes, la palabra “colifato” significaba “loco”. Aquellos eran tiempos en donde hacer terapia era “cosa de colifas”. Admitir que uno se recostaba en un diván y contaba sus problemas a un especialista, al que seguramente llamarían “charlatán”, equivalía al oprovio social. Semejante al que sufrían los hombres que, durante las dos guerras mundiales, se quedaban en las ciudades europeas y alguna dama les entregaba una pluma blanca en plena vía pública. Quizás, hoy las cosas no sean tan claras como antaño. Si bien la palabra “colifato” aún significa “loco” para muchos, para otros tantos se transformó en un concepto que expresa las paradojas de esta época.
Cerca de las vías del Ferrocarril Roca está el Hospital Borda. Allí, un grupo de pacientes se reúne todos los sábados para apoderarse del éter, aquel que Galileo apiló en un cráter de
Mientras tanto, los trenes van y vienen. Miles de pasajeros viajan apretados en abrigos grises como sus empleos, sobre vías cubiertas de grasa negra. Reina el silencio en el vagón, reforzado por los ruidos del vaivén de la formación. Un matutino muy importante, como el que lee alguno de los que lograron viajar sentados, dijo que el sesenta por ciento de los internos del Borda está en condiciones de irse. Pero eligen quedarse porque tienen miedo del afuera. ¿Serían admitidos en el Borda, o en
En el patio, los colifatos hacen su programa todos los sábados. Cuentan anécdotas, chistes, solemnidades, dolores. Es duro entrar por primera vez al Borda después de tantos años de afuera, pero son excelentes anfitriones. Corre un mate improvisado en un vaso de plástico, acompañado por unos bizcochos que hicieron en la panaderia del hospital. Con el correr de las horas, se pierde la noción de tiempo y espacio. Esta reunión podría haber ocurrido en algún parque de Palermo, o en Londres.
El mate circula entre los colifatos, como todos los sábados, esperando que el afuera los reciba. En Colombia, un coronel esperaba todos los viernes la carta del Estado que le informaría sobre su jubilación. Jamás faltaba a su cita en el muelle sobre el rio para que el empleado de correos le dijera que no había nada para él. Y de vuelta a su existencia. En ese volver, ponía en la ineficacia su esperanza. Quizás no logre lo que quiere, pero logrará que otros vean que no está vencido. Esto sólo lo puede comprender un colifato.
1 comentario:
Buenas,
era este texto el que recordaba. Finalmente pudimos publicar este trabajo en algún lado, suerte que nos robó un docente dibujado.
Me alegro que hayas dejado de escribir sólo los sábados, jaja.
Un abrazo.
Saludos
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